Las palabras y sus efectos: ¿Se puede pensar antes de hablar?

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Buen día, ¿cómo están? Para quienes aún no me conocen, mi nombre es Justina Esperanza y siempre ando dando vueltas por aquí y por allá aunque ustedes no me noten, o vean de mí solo una parte.

Un día como hoy, en el que después de tantos días fríos y nublados vuelve a salir el sol, siento la tibieza en el alma que me reconforta y me dan ganas de expresarme un poquito más que de costumbre.

Soy una persona muy dependiente del clima, me afecta de una manera notable. Por eso pienso que nunca podría vivir en algún lugar donde el tiempo estuviese siempre frío y hostil como en Alaska, Islandia o en Tierra del Fuego, para qué irnos tan lejos… Soy así, sensible a la naturaleza y también a las cosas que suceden a mi alrededor.

Hoy estuve pensado que las palabras pueden ser caricias al alma, incentivos para seguir adelante, instrucciones para fluir en el devenir cotidiano entre otras tantas cosas, pero además pueden ser piedras que obstruyan caminos y en el peor de los casos, flechas de fuego que nos hieran profundamente, dejando huellas imborrables con su efecto devastador.

Nos hacemos a través de ellas y mediante ellas significamos y resignificamos. Somos ese universo simbólico producto de su complejo entramado. Un entrecruzamiento de discursos, historias, formas de ver la vida, las cosas que nos pasan.

Como mujer que se sustenta principalmente escribiendo, me cuesta entender que otras personas no cuiden las palabras a la hora de hablar de ciertas cosas ¡Qué digo de ciertas cosas!, de la vida misma. No me refiero a que tengamos que ser comedidos en exceso, tremendos pacatos o tan correctos que de tanta corrección seamos hipócritas, no propongo eso. Sino que tratemos de no herir a los otros usando esos términos deshabilitantes que cierran todo tipo de ventanas al diálogo. El verbo odiar es deshabilitante, por ejemplo. Lo es en muchos sentidos.

Si alguien piensa u opina distinto, entonces parece que hay que odiarlo, proferirle todo tipo de insultos y descalificativos o ningunearlo. O lo que es peor aún, negarles la existencia, invisibilizarlos. No son, no existen, no tiene derecho a tantas cosas…. Ahí empiezan a erigirse los dioses de la dictadura cotidiana que hacen de nuestras cabezas maquinitas cada vez más estrechas y por lo tanto, menos felices. Necesitamos cada vez más amplitud. Estoy convencida de eso.

“Los odio, les metería una bomba. No existen. Son unos negros de mierda”. Esas son algunas de las frases que pueden escucharse y leerse hoy por hoy en conversaciones públicas y privadas, en redes sociales. Que si tiene el pañuelo verde o el celeste, que si es K o si es Macrista, que si usa el lenguaje inclusivo o si no. “¡Qué se piensan! Manga de pelotudos, ¡co…udos/as de mierda!”

Además comprobé que si uno piensa dos veces antes de decirle algo tremendo a otro, después de lo cual resultará muy difícil reparar el agravio, puede buscar argumentos y formas para decir lo mismo, eso que quiere expresar, sin atacarlo, sin menoscabarlo. Se puede, se puede… Podemos verlo como un juego y hasta para desafiar nuestro ingenio y ampliar nuestra capacidad de comunicación con los otros.

Los neurolingüistas hablan de esto como si fuese una fórmula infalible. La programación neurolingüística más conocida como PNL ofrece herramientas interesantes. Para mí no existen fórmulas infalibles, pero… no sé si están tan errados. Sólo sé que conozco algunas personas a las que admiro verdaderamente, que son capaces de decir sus verdades de una forma tan contundente y asertiva, que pueden dejar a un auditorio numeroso y heterogéneo asombradísimo ante tanta elocuencia.

Es que frente a los buenos argumentos, ¿quién puede protestar tanto? Más bien dejan pensando como una buena película cuando nos toca la fibra más íntima.

Está bien, está bien. No somos todos iguales, no todos podemos pensar antes a la hora de hablar ¿Será? Pero… ¿y si hacemos un esfuerzo? Quizás eso nos ayude a conseguir una sociedad más tolerante, mucho menos belicosa y más conciliadora.

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